Lecturas Lunes del X semana del Tiempo ordinario Ciclo B

Primera lectura
1 Reyes 17, 1-6

Por aquel tiempo, el profeta Elías, del pueblo de Tisbé, en Galaad, le dijo al rey Ajab: "Juro por Dios, el Señor de Israel, a quien yo sirvo, que en estos años no habrá rocío ni lluvia, si yo no lo mando".

Luego, el Señor le dijo a Elías: "Vete de aquí; dirígete hacia el oriente y escóndete en el torrente de Kerit, que queda al este del Jordán. Bebe del torrente y yo les encargaré a los cuervos que te lleven de comer".

Elías hizo lo que le mandó el Señor, y se fue a vivir en el torrente de Kerit, que queda al este del Jordán. Los cuervos le llevaban pan y carne por la mañana y por la tarde, y bebía del torrente.

Salmo Responsorial
Salmo 120, 1-2. 3-4. 5-6. 7-8
R. (cf. 2) Siempre me cuidará el Señor.


La mirada dirijo hacia la altura
de donde ha de venirme todo auxilio.
El auxilio me viene del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.
R. Siempre me cuidará el Señor.

No dejará que des un paso en falso,
pues es tu guardián y nunca duerme.
No, jamás se dormirá o descuidará
el guardián de Israel.
R. Siempre me cuidará el Señor.

El Señor te protege y te da sombra,
está siempre a tu lado.
No te hará daño el sol durante el día
ni la luna, de noche.
R. Siempre me cuidará el Señor.

Te guardará el Señor en los peligros
y cuidará tu vida;
protegerá tus ires y venires,
ahora y para siempre.
R. Siempre me cuidará el Señor

Aclamación antes del Evangelio
Mt 5, 12
R. Aleluya, aleluya.

Alégrense y salten de contento,
porque su premio será grande en los cielos.
R. Aleluya.

Evangelio
Mt 5, 1-12

En aquel tiempo, cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó. Entonces se le acercaron sus discípulos. Enseguida comenzó a enseñarles, hablándoles así:
"Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Dichosos los que lloran, porque serán consolados.
Dichosos los sufridos, porque heredarán la tierra.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque se les llamará hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Dichosos serán ustedes cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos, puesto que de la misma manera persiguieron a los profetas que vivieron antes que ustedes".

Comentario al Evangelio

El Catecismo de la Iglesia Católica describe a las bienaventuranzas como el centro de la predicación de Jesús. Ellas -dice el catecismo- responden al deseo natural de felicidad: “Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza”. Bien, lo hemos oído tantas veces que nos resulta “natural” la aceptación y el asentimiento sin más. A lo mejor deberíamos recuperar el asombro ante lo inaudito de la propuesta y lo poco aceptable de la suposición de que llorar, ser pobre, pasar hambre, aguantar persecuciones, no responder a la violencia, etc. son caminos para la felicidad y la alegría. De hecho, aunque en teoría mostremos acuerdo y conformidad, en la práctica estamos muy lejos de tomar en serio estas extrañas propuestas.

Dios nos llama a su propia bienaventuranza… Me parece que Jesucristo, cuando pronunció estas palabras que Mateo pone al comienzo del llamado Sermón de la Montaña, estaba describiéndose a sí mismo. En efecto Él es el pobre, el manso, el que llora, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el limpio de corazón, el que trabaja por la paz, el perseguido por causa de la justicia… ¡Y el más alegre y feliz de los hombres! El que hace nuevas todas las cosas, el que promete al buen ladrón la entrada en el paraíso, aquel en cuyas llagas hemos sido curados… el vencedor de la muerte y el mal.

En las letanías del rosario llamamos a María causa de nuestra alegría. Ciertamente con su “hagase en mí” nos ha dado a Cristo, nuestra alegría. Y al final de la misa, en ocasiones, a la bendición final se une este buen deseo: “Que la alegría del Señor sea nuestra fuerza”. Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Un felicidad sobrenatural que cumple lo que promete: nos da la fuerza para soportar el sufrimiento que conlleva siempre la existencia humana. Para la vida eterna, pero también para el aquí y ahora.

Virginia Fernández