Primera lectura
Job 9, 1-12. 14-16
Job tomó la palabra y les dijo a sus amigos: "Sé muy bien que el hombre no puede hacer triunfar su causa contra Dios.
Si el hombre pretendiera entablar pleito con él, de mil cargos que Dios le hiciera, no podría rechazar ninguno. El corazón de Dios es sabio y su fuerza es inmensa.
¿Quién se le ha enfrentado y ha salido triunfante? En un instante descuaja las montañas y sacude los montes con su cólera; él hace retemblar toda la tierra y la estremece desde sus cimientos.
Basta con que dé una orden y el sol se apaga; esconde cuando quiere a las estrellas; él solo desplegó los cielos y camina sobre la superficie del mar.
El creó todas las constelaciones del cielo: la Osa, Orión, las Cabrillas y las que se ven en el sur; él hace prodigios incomprensibles, maravillas sin número.
Cuando pasa junto a mí, no lo veo; cuando se aleja de mí, no lo siento.
Si se apodera de algo, ¿quién se lo impedirá? ¿Quién podrá decirle: 'Qué estás haciendo?'
Si Dios me llama a juicio, ¿cómo podría yo rebatir sus acciones?
Aunque yo tuviera razón, no me quedaría otro remedio que implorar su misericordia.
Si yo lo citara a juicio y él compareciera, no creo que atendiera a mis razones".
Salmo Responsorial
Salmo 87, 10bc-11. 12-13. 14-15
R. (3a) Señor, que llegue hasta ti mi súplica.
Todo el día te invoco, Señor,
y tiendo mis manos hacia ti.
¿Harás tú maravillas por los muertos?
¿Se levantarán las sombras para darte gracias?
R. Señor, que llegue hasta ti mi súplica.
¿Se anuncia en el sepulcro tu lealtad?
¿O tu fidelidad en el reino de la muerte?
¿Se conocen tus maravillas en las tinieblas?
¿O tu justicia en el país del olvido?
R. Señor, que llegue hasta ti mi súplica.
Pero yo te pido ayuda, Señor,
por la mañana irá a tu encuentro mi súplica.
¿Por qué, Señor, me rechazas,
y apartas de mí tu rostro?
R. Señor, que llegue hasta ti mi súplica.
Aclamación antes del Evangelio
Sal 102, 21
R. Aleluya, aleluya.
Que bendigan al Señor todos sus ejércitos,
servidores fieles que cumplen su voluntad.
R. Aleluya.
Evangelio
Mt 18, 1-5. 10
En cierta ocasión, los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: "¿Quién es más grande en el Reino de los cielos?"
Jesús llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y les dijo: "Yo les aseguro a ustedes que si no cambian y no se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el Reino de los cielos. Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí.
Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, pues yo les digo que sus ángeles, en el cielo, ven continuamente el rostro de mi Padre, que está en el cielo''.
Los textos de la Sagrada Escritura utilizados en esta obra han sido tomados de los Leccionarios I, II y III, propiedad de la Comisión Episcopal de Pastoral Litúrgica de la Conferencia Episcopal Mexicana, copyright © 1987, quinta edición de septiembre de 2004. Utilizados con permiso. Todos los derechos reservados. Debido a cuestiones de permisos de impresión, los Salmos Responsoriales que se incluyen aquí son los del Leccionario que se utiliza en México. Su parroquia podría usar un texto diferente.
Comentario al Evangelio
Queridos hermanos:
“Hay palabras que hieren y no se deben decir”; la canción lo dice en sentido positivo, muy humano: es la herida causada por el amor a alguien cuya ausencia nos va a doler; no quisiéramos que tuviera que decirnos adiós. El caso de Jeremías y de Jesús es otro: hay palabras que reprenden, que causan escozor, que pretenden sacarnos de la “modorra espiritual” (M. de Unamuno); y a veces originan rechazo, incluso violento. El caso es muy antiguo; el adorable Sócrates, que no hizo sino llamar a la juventud ateniense a la virtud, la justicia y la honradez, fue acusado de corruptor, llevado a juicio, condenado y ejecutado (autoejecución serena, con una entereza que sigue causando asombro).
En realidad no sabemos qué predicó Jesús en su pueblo. El tercer evangelista (Lc 4,18s) intentó llenar tal vació con un texto de Isaías 61,1s sobre la llegada de los tiempos mesiánicos en los que se ofrece la inconmensurable bondad y misericordia de Yahvé; y también este evangelista presenta a los oyentes descalificando al mensajero, “extrañados de que solo pronunciase las palabras de gracia” (Lc 4,22). La palabra de Jesús, como antaño la de Jeremías, resultó hiriente y se intentó acallarla; no cuadraba con la mentalidad de la mayoría.
Curiosa religiosidad la del auditorio de Jeremías, que parece tener en máximo aprecio al templo pero no quieren atender a la Palabra del Dios venerado en ese mismo templo. Jeremías fue confinado en lo hondo de una cisterna, y Jesús fue sencillamente desautorizado por su origen familiar y su condición de aldeano de Galilea, y a punto estuvo de ser despeñado (Lc 4,29). Jeremías es un claro predecesor de Jesús en su crítica al templo. Uno y otro vituperaban el absurdo de entretenerse en unas acciones cultuales rutinarias sin buscar y amar la voluntad de Dios, la vida según la alianza. Jeremía criticaba a los que reducían su religiosidad a decir “templo de Yahvé, templo de Yahvé” (Jr 7,4) y Jesús a quienes se conformaban con decir “Señor, Señor” (Mt 7,21). Ambos se indignaban ante palabras religiosas huecas.
Existe una escucha vulnerable y una escucha blindada, la de quien, literalmente, se deja herir (lat. vulnus = herida), afectar, y la de quién de antemano se pone una dura coraza, un espiritual chaleco antibalas que no habrá invectiva que lo penetre. Es el de quien “ya se las sabe todas”, quien “tiene la respuesta” o el pretexto, quien “ya está de vuelta”. Tal vez las palabras de Jesús en la sinagoga eran irrefutables, estaban arraigadas en pasajes bien conocidos del AT, y supuestamente aceptados; pero resultaban incómodas, hirientes, en aquel momento y hubo que adoptar otro recurso: descalificar a quien las pronunciaba. Pudo hacerse recurriendo a su origen familiar, a su oficio,… Para protegerse del escozor que la Palabra pueda producir, todo medio suele parecer válido.
Una vez más Jeremías y Jesús frente a sus oyentes blindados se convierten en símbolo de lo que nos puede suceder en tantos momentos. La pregunta para nosotros es evidente; y no nos engañemos con respuestas a medias: “eso está bien, es una buena llamada, pero quizá para después…”; por ahora “no es posible”, “no es mi momento”. Ojalá la Palabra nos hiera habitualmente, y nos dejemos herir, vulnerar.
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf
Queridos hermanos:
“Hay palabras que hieren y no se deben decir”; la canción lo dice en sentido positivo, muy humano: es la herida causada por el amor a alguien cuya ausencia nos va a doler; no quisiéramos que tuviera que decirnos adiós. El caso de Jeremías y de Jesús es otro: hay palabras que reprenden, que causan escozor, que pretenden sacarnos de la “modorra espiritual” (M. de Unamuno); y a veces originan rechazo, incluso violento. El caso es muy antiguo; el adorable Sócrates, que no hizo sino llamar a la juventud ateniense a la virtud, la justicia y la honradez, fue acusado de corruptor, llevado a juicio, condenado y ejecutado (autoejecución serena, con una entereza que sigue causando asombro).
En realidad no sabemos qué predicó Jesús en su pueblo. El tercer evangelista (Lc 4,18s) intentó llenar tal vació con un texto de Isaías 61,1s sobre la llegada de los tiempos mesiánicos en los que se ofrece la inconmensurable bondad y misericordia de Yahvé; y también este evangelista presenta a los oyentes descalificando al mensajero, “extrañados de que solo pronunciase las palabras de gracia” (Lc 4,22). La palabra de Jesús, como antaño la de Jeremías, resultó hiriente y se intentó acallarla; no cuadraba con la mentalidad de la mayoría.
Curiosa religiosidad la del auditorio de Jeremías, que parece tener en máximo aprecio al templo pero no quieren atender a la Palabra del Dios venerado en ese mismo templo. Jeremías fue confinado en lo hondo de una cisterna, y Jesús fue sencillamente desautorizado por su origen familiar y su condición de aldeano de Galilea, y a punto estuvo de ser despeñado (Lc 4,29). Jeremías es un claro predecesor de Jesús en su crítica al templo. Uno y otro vituperaban el absurdo de entretenerse en unas acciones cultuales rutinarias sin buscar y amar la voluntad de Dios, la vida según la alianza. Jeremía criticaba a los que reducían su religiosidad a decir “templo de Yahvé, templo de Yahvé” (Jr 7,4) y Jesús a quienes se conformaban con decir “Señor, Señor” (Mt 7,21). Ambos se indignaban ante palabras religiosas huecas.
Existe una escucha vulnerable y una escucha blindada, la de quien, literalmente, se deja herir (lat. vulnus = herida), afectar, y la de quién de antemano se pone una dura coraza, un espiritual chaleco antibalas que no habrá invectiva que lo penetre. Es el de quien “ya se las sabe todas”, quien “tiene la respuesta” o el pretexto, quien “ya está de vuelta”. Tal vez las palabras de Jesús en la sinagoga eran irrefutables, estaban arraigadas en pasajes bien conocidos del AT, y supuestamente aceptados; pero resultaban incómodas, hirientes, en aquel momento y hubo que adoptar otro recurso: descalificar a quien las pronunciaba. Pudo hacerse recurriendo a su origen familiar, a su oficio,… Para protegerse del escozor que la Palabra pueda producir, todo medio suele parecer válido.
Una vez más Jeremías y Jesús frente a sus oyentes blindados se convierten en símbolo de lo que nos puede suceder en tantos momentos. La pregunta para nosotros es evidente; y no nos engañemos con respuestas a medias: “eso está bien, es una buena llamada, pero quizá para después…”; por ahora “no es posible”, “no es mi momento”. Ojalá la Palabra nos hiera habitualmente, y nos dejemos herir, vulnerar.
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf